El mundo me manda a dormir
y yo vengo a escribir un texto.
Soy muy microscópico para pensar
en qué pasaría si se apaga el universo;
tengo, eso sí, la certeza de que
ya ha ocurrido, puede que en el el futuro
que nunca veré o que ya pasó en ese pasado
del que no tengo consciencia del que existí.
A esas y éstas alturas,
cualquier vicio ha de ser efímero.
No hemos comprendido que toda razón basta y sobra.
Cómo continúa la plegaria por la paz mundial?
la malaria y el hambre, la desproporción económica,
el racismo y la degradación social?
Cómo continúa soplando el aire esas ideas
que no alcanzan a entrar en los poros de esa mente
anhelante de trascendencia, convencida
de que volver al lapicero y al árbol procesado
en muchas partes para ser papel, nos llevarán a un pleno
disfrute, si no entendimiento, de éste caos que somos,
sin querer, pero queriendo ser?
La música es el gran combustible orgánico.
Cada segundo, al unísono, se cae por la borda
y se crea esa definición transitoria e inequívoca
que llamamos tiempo.
Quién soy yo para decir,
quién soy yo para elegir no pensar,
no sentir, no dudar de todo ésto
o aquello o algo tal vez.
El caos interrumpe y lleva a cabo
el contorno de la vida.
La ceguera es un mal colectivo.
Estamos poseídos por un andar regular,
aunque lo neguemos nos digiere un gran monstruo:
Lo establecido.
Caer en la trampa es ceder,
caemos porque estamos vivos.
Esa respuesta intangible nace al respirar,
al recibir algo de lo ya concluido.
Agradezco a la alimentación neuronal
antes, ahora y después, puesto que me ha ayudado
a iluminar mi ser y poder expresar mis percepciones
en éste escrito.
En esa pausa analítica está
la semilla del movimiento creativo,
la luz interior no se apaga,
siempre y cuando
sepamos sonreir al abismo.
Darse cuenta, vale placeres.